Todos hemos conocido chicos y chicas pequeños que acaban siendo personas raras por culpa de una especie de terror a hacerlo mal.
Ese chico, o esa chica, a lo mejor no quiere jugar al fútbol o al baloncesto en el colegio, porque dice -y no es para tanto- que no juega bien. O jamás sale voluntariamente a la pizarra, porque le aterra la posibilidad de no saber contestar perfectamente. O no quiere participar de un juego que no conoce, porque no quiere arriesgarse a ser el perdedor hasta que haya conseguido dominar bien todas sus reglas.
Los perfeccionistas son personas que tienen cosas muy positivas: creen en el trabajo bien hecho, procuran terminar bien las cosas, ponen ilusión en cuidar los detalles.
Pero tienen también bastantes negativas: viven tensos, sufren mucho cuando ven que no siempre pueden llegar a la suma perfección que tanto anhelan, su minuciosidad les hace ser lentos, y con frecuencia son demasiado exigentes con quienes no son tan perfeccionistas como ellos.
Una de las cosas más difíciles de aprender es a equivocarse. No me refiero al hecho en sí de fallar, de cometer un error, que eso es muy fácil. Hablo de equivocarse y no venirse abajo, de saber reconocer un error sin sentirse terriblemente humillado. Que no nos suceda como a Guille, el hermanito de Mafalda, aquella vez que su hermana lo encontró llorando desconsoladamente:
-¿Qué te pasa, Guille?
-Me duelen los pies -responde entre pucheros.
Mafalda se fija en los pies del crío y le explica:
-Claro, Guille, te has puesto los zapatos cambiados de pie, al revés.
Guille, tras un instante para comprobar el hecho indiscutible, comienza a berrear más fuerte. Mafalda le interrumpe:
-¿Y ahora?
-¡Ahora me duele mi odgullo!
Los fracasos son algo connatural al hombre, le siguen como la sombra al cuerpo. Todos nos equivocamos, y normalmente más de lo que creemos. Por eso, cuando los perfeccionistas se derrumban al comprobar que no son perfectos, demuestran con ello ser personas que cuentan poco con la realidad.
Debemos aprender a darnos cuenta de que no es una tragedia equivocarse, puesto que la calidad humana no está en no fallar, sino en saber reponerse de esos errores.
Casi cabría hablar de cinco mandamientos en lugar de cinco arrepentimiento.
Un detalle interesante es que los lamentos de los moribundos se refieren a cosas que no hicieron: la gente no parece arrepentirse de algo que sí hizo. Quizá porque, como dijo Ware en declaraciones a la BBC, “todo lo que hacemos en nuestra vida, bueno o malo, nos ayuda a aprender algo. Por eso es más común arrepentirse de algo que no hicimos”
Estas son las cinco principales cosas de las que se arrepienten los moribundos, de acuerdo con Ware:
1. Ojalá hubiera tenido el coraje de ser fiel a mi mismo y vivir la vida que quería en lugar de la que otros esperaban de mi.
“Este es el arrepentimiento más frecuente. La mayoría de la gente no ha cumplido ni la mitad de sus sueños y va a morir con el conocimiento de que esto se debe a las decisiones que ha tomado o dejado de tomar. La salud trae consigo una libertad de la que muy pocos son conscientes hasta que ya no la tienen”.
2. Me gustaría no haber trabajado tan duro.
“Es la reflexión de todos los hombres a los que cuidé. Echan de menos la infancia de sus hijos y la compañía de sus parejas. Se arrepienten profundamente de haber pasado tanto tiempo en la rutina de una existencia dedicada al trabajo”.
3. Ojalá hubiera tenido la valentía de expresar mis sentimientos.
“Muchas personas suprimieron sus sentimientos para evitar conflictos. Como resultado, se conformaron con una existencia mediocre y nunca llegaron a lo que podrían haber sido capaces de alcanzar. Muchos desarrollaron enfermedades relacionadas con la amargura y el resentimiento”.
4. Me gustaría haber estado en contacto con mis amigos.
“A menudo no se percataron de lo valiosos que son los viejos amigos hasta que llegaron al final. Todo el mundo que está muriendo echa de menos a sus amigos”.
5. Ojalá me hubiera permitido ser más feliz.
“Muchos no comprendieron, hasta el final, que la felicidad es una elección. Se mantuvieron apegados a sus antiguos hábitos. El miedo al cambio les hizo fingir, ante ellos mismos y ante los demás, que estaban satisfechos”.
Aquí os dejamos el diálogo que su señoría y Carlos Moran mantuvieron en la publicación del grupo Vocento Salud Revista.es. Esperamos que os sirva y, si es posible, os divierta, que falta hace. Un saludo.
“La tarea de educar es tan difícil de definir como de ejercer. Eso sí, es para toda la vida. El juez reflexiona con cierto humor sobre este particular hasta llegar a las normas impuestas por el legislador que obliga a compartir la responsabilidad de la educación y el castigo entre los padres y los jueces.
(Carlos Morán) –¿Qué es educar?
(Emilio Calatayud) –¡Qué sé yo! Pero se podría resumir así: niños pequeños, problemas pequeños; niños grandes, problemas grandes; niños más grandes, problemas más grandes. Y así sucesivamente. Es decir, que te quitas de problemas cuando te mueres. En eso consiste la responsabilidad de ser padres. Ya digo, en realidad hoy en día, tener un hijo es un problema.
(Carlos Morán) –Hombre, no será para tanto…
(Emilio Calatayud)–Vamos a ver, ya he dicho que no tengo muy claro qué es educar, pero lo que sí sé es que la educación empieza desde el mismo momento en que llega la criatura al mundo. Desde que nacen, los niños están constantemente sometiendo a pruebas a sus padres. Y son pruebas de poder. Aunque los veamos tan pequeños, lo que ellos tienen en sus cabecitas es: ‘A ver si te puedo’. Cuando un bebé llora para que lo saques de la cuna y lo metas en tu cama, ya te está probando. Y como empieces a ceder ahí, mal vas. Hay que aprender a decir que ‘no’ desde el principio. Es necesario acostumbrar a los niños al ‘no’, a la frustración, a la firmeza. Si no, se aprovechan. Porque saben que los padres siempre están pendientes de ellos. Como decía antes, educar también es un ‘no vivir’. Cualquiera que tenga hijos, y más si es primerizo, sabe de lo que hablo. Primero te preocupas de si se engancha al pecho o no: ‘Que si me coge, que si no me coge’. Todo el día con la duda. Y por la noche, más dudas: ¿Respirará o no respirará? ¿Por qué llorará o por qué no llorará? No vives. Y cuando empieza a andar, más problemas: que si lo atamos con ‘correíllas’, que si no. Luego, la guardería: todos los mocos se los lleva tu crío y está siempre malo. Cada dos por tres, un viaje a urgencias: Urbasón, Apiretal, Dalsy… y vuelta a empezar.
(Carlos Morán)–Pues sí que era para tanto, sí…
(Emilio Calatayud)–Bueno, y solo es el principio. Cuando el niño cumple seis o siete años lo normal es que algún día te llegue a casa descalabrado o con la piernecilla rota. Y luego cumple catorce y comienza a darte la lata con la moto: que si cómprame la moto, que si todos tienen moto… Y tu cedes. Y, claro, nuevos problemas: ¿Llevará casco o no llevará? Y a los 18: ya no quiero la moto, ahora quiero el coche. Dame para sacarme el carné… Y tú: ¿Le doy para el carné o no le doy?; ¿le dejo el coche o no le dejo el coche?; ¿con quién irá?; ¿dónde andará?; ¿cómo vendrá?’. Después, que si la novia o el novio, que si se casa o no se casa, que si será feliz o no, que si se divorciará o no, que si el trabajo, que si los nietos, y otra vez a empezar… Ya digo, descansas cuando te mueres. Igual es complicado explicar qué es exactamente educar, pero lo que está claro es que es para toda la vida. Y quizá esa sea la mejor definición. El proceso educativo dura toda la vida. Si tienes hijos, siempre estás educando. Por eso valoras más a tus padres cuando eres padre. Mi padre me estuvo educando hasta el día que se murió. Por eso, porque educar es algo tan complejo como la vida misma, yo siempre digo que no puedo dar pautas ni consejos. No sé todavía si soy un buen padre. Es pronto para saberlo. Pero a los hijos nunca te los quitas de encima. Afortunadamente, claro. Porque también hay muchas alegrías.
(Carlos Morán) –¿Y ayudan el Estado y las leyes a esa ingente tarea que es educar a los hijos?
(Emilio Calatayud) –Pues eso ya no está tan claro. Por un lado, el legislador responsabiliza a los padres de los actos de sus hijos, y me parece bien, pero por otro nos quita autoridad.
(Carlos Morán)–¿Cómo es eso?
(Emilio Calatayud) –Por ejemplo, un padre tiene que responder económicamente si su hijo menor de edad comete alguna fechoría, pero luego, ese mismo padre no tiene la posibilidad de corregir razonable y moderadamente al chaval, que es lo que decía el Código Civil antes de ser modificado. Por eso digo que el legislador nos exige a los padres una gran responsabilidad, pero a la vez nos desautoriza. Y cuando el Código Civil hablaba de corregir razonable y moderadamente a los hijos no se refería al cachete. No estamos hablando de maltrato ni nada por el estilo, eso tiene que quedar muy claro. Lo que quiero decir es que sería bueno que el Estado nos devolviera a los padres esa posibilidad de corregir a nuestros hijos. Siempre pongo el mismo ejemplo: cuando un niño va a meter los dedos en un enchufe, podemos darle un manotazo para que no lo haga o tratar de razonar con él para que no se nos traumatice. Pero esta segunda posibilidad tiene un problema bastante grande: mientras intentas hablar con él para que se aparte del dichoso enchufe, lo más probable es que el chiquillo se te electrocute. Otro ejemplo: si un niño tira los ceniceros, puedes hacer dos cosas: corregirle para que no lo haga más o quitar los ceniceros de la mesa. Creo que es evidente que lo equivocado en este caso sería quitar los ceniceros. Eso no es educar”.
Perdonar es el camino de la liberación, el que realmente se libera es quien perdona, echando fuera de su alma todo rencor y la venganza que solamente lo envilece y lo consume. "El perdonar no borra el mal hecho, no quita la responsabilidad al ofensor por el daño hecho, ni niega el derecho a hacer justicia a la persona que ha sido herida”. Perdonar es un proceso complejo.
Perdonar no es lo mismo que reconciliarse. La reconciliación exige que dos personas que se respetan mutuamente, se reúnan de nuevo. El perdón es la respuesta moral de una persona a la injusticia que otra ha cometido contra ella. Uno puede perdonar y sin embargo no reconciliarse, como en el caso de una esposa maltratada por su compañero.
Perdonar no quiere decir que olvidemos, porque hay que aprender de las experiencias y olvidar puede llevarnos a cometer el mismo error dos veces.
Está claro que a no ser que sufras algún trastorno o una enfermedad mental, jamás podrás olvidar, esto es así de simple. No obstante, el olvido tiene relación con otro fenómeno que es “la relevancia” o la importancia”. Ejemplo: si me despiden del trabajo cuesta olvidarlo los primeros días y/o meses. Pasado un tiempo y con otro trabajo diremos si nos preguntan que de eso ni mi acuerdo, lo olvide. Pierde para mi importancia al haber cambiado mi situación.
Olvidar una infidelidad es duro y difícil, en ocasiones inolvidable. Pero una infidelidad es algo puntual. Aun si duro varios meses, fue un periodo concreto en la vida.
Olvidar una adicción es hablar de otra cosa. Una adicción suele mantenerse durante años, y ha conllevado muchísimos problemas: económicos, mentiras, riñas, peleas, malos hábitos, perdida de responsabilidades, …. Las parejas de los adictos comprenden en las terapias que la adicción es una enfermedad, comprenden que muchas conductas fueron debidas a la adicción. Muchas parejas perdonan porque entienden que fue la adicción quien enfermo sus vidas. Muchos familiares perdonan al conocer que es una adicción. Pero eso es muy distinto a olvidar. Olvidar años de miedos, de manipulaciones, de mentiras cuesta mucho, pero mucho.
El olvido en la pareja del adicto se consigue con el tiempo y los comportamientos/conductas demostrados en años. Los adictos quieren el perdón, algunos casi lo exigen. Y además, quieren el olvido de todos sus actos adictivos cometidos durante años.
Recordar que el perdón es algo que nos regalan, es un “don” de la otra persona hacia nosotros. Si queremos el olvido tenemos que conseguirlo con nuestros comportamientos diarios y tras algún tiempo. Pasado un tiempo sin consumir, la adicción pierde importancia en nuestras vidas. Y diremos eso de: “ya ni me acuerdo”.