Todos hemos conocido chicos y chicas pequeños que acaban siendo personas raras por culpa de una especie de terror a hacerlo mal.
Ese chico, o esa chica, a lo mejor no quiere jugar al fútbol o al baloncesto en el colegio, porque dice -y no es para tanto- que no juega bien. O jamás sale voluntariamente a la pizarra, porque le aterra la posibilidad de no saber contestar perfectamente. O no quiere participar de un juego que no conoce, porque no quiere arriesgarse a ser el perdedor hasta que haya conseguido dominar bien todas sus reglas.
Los perfeccionistas son personas que tienen cosas muy positivas: creen en el trabajo bien hecho, procuran terminar bien las cosas, ponen ilusión en cuidar los detalles.
Pero tienen también bastantes negativas: viven tensos, sufren mucho cuando ven que no siempre pueden llegar a la suma perfección que tanto anhelan, su minuciosidad les hace ser lentos, y con frecuencia son demasiado exigentes con quienes no son tan perfeccionistas como ellos.
Una de las cosas más difíciles de aprender es a equivocarse. No me refiero al hecho en sí de fallar, de cometer un error, que eso es muy fácil. Hablo de equivocarse y no venirse abajo, de saber reconocer un error sin sentirse terriblemente humillado. Que no nos suceda como a Guille, el hermanito de Mafalda, aquella vez que su hermana lo encontró llorando desconsoladamente:
-¿Qué te pasa, Guille?
-Me duelen los pies -responde entre pucheros.
Mafalda se fija en los pies del crío y le explica:
-Claro, Guille, te has puesto los zapatos cambiados de pie, al revés.
Guille, tras un instante para comprobar el hecho indiscutible, comienza a berrear más fuerte. Mafalda le interrumpe:
-¿Y ahora?
-¡Ahora me duele mi odgullo!
Los fracasos son algo connatural al hombre, le siguen como la sombra al cuerpo. Todos nos equivocamos, y normalmente más de lo que creemos. Por eso, cuando los perfeccionistas se derrumban al comprobar que no son perfectos, demuestran con ello ser personas que cuentan poco con la realidad.
Debemos aprender a darnos cuenta de que no es una tragedia equivocarse, puesto que la calidad humana no está en no fallar, sino en saber reponerse de esos errores.