La directora de personal de una empresa que ofrece horario flexible de entrada de 8 a 10.30 de la mañana recibió la visita de la madre de uno de sus empleados: “Tenga paciencia con mi hijo. Sale por las noches, vuelve tarde y por la mañana le cuesta mucho levantarse...”. El chico llegaba a la empresa entre las 11.30 y las 12 de la mañana. Por supuesto, no le renovaron el contrato.
Cada vez con mayor frecuencia vemos ejemplos de este estilo, por irreales que parezcan. Los cambios económicos y sociales de los últimos lustros han provocado la aparición de una nueva juventud que no aporta capital social y es incapaz de construir sociedad, ya que tan sólo consume y reclama derechos. Son el producto de una forma de pensar incrustada en algunos padres y madres que miran sólo a corto plazo sin valorar las repercusiones de la educación que dan a sus hijos. Sus omisiones y su laisser faire(dejar hacer) han llevado a que sus retoños hayan crecido sin límites. Para educar, hace falta cabeza clara para conocerlos, y fortaleza para ponerlos y mantenerlos. Pero esos padres parecen no tener ninguna de las dos cosas. No son un referente con el que sus hijos se puedan identificar, por la debilidad de su pensamiento y de su voluntad.
Van a mínimos y no a máximos, los sobreprotegen y educan de forma materialista, dándoles de todo antes de merecerlo o necesitarlo, con lo que los chicos se vuelven egocéntricos, comodones y con un bajo nivel de frustración. No desarrollan su capacidad de compromiso ni la capacidad de servir y no saben trabajar en equipo, porque nunca lo han hecho en casa.
La idea de que “todo vale y nada tiene consecuencias” dura hasta que llegan a la empresa y se encuentran con que allí hay normas, sanciones y despidos. Entonces son expulsados del sistema, con el peligro de que formen bolsas de marginación y acaben siendo parásitos sociales. Estamos ante un nuevo tipo de trabajador al que podríamos denominar inútil laboral. No sirve para trabajar, porque no se implica ni se compromete siquiera con sus propias acciones. Va a la suya, y su trabajo carece de sentido. Podrían desarrollarse y crecer, pero no están habituados a esforzarse y no ven por qué han de hacerlo. Nadie les ha enseñado el valor de su trabajo y que, bien hecho, es necesario y útil para otros. No les han enseñado que su esfuerzo contribuirá a que se sientan realizados como personas y sean más felices. Los inútiles laborales son disminuidos en virtud –en el desarrollo de hábitos positivos–, lo que provoca que lleguen a ser incapacitados sociales permanentes: no saben ni ir a votar.
Paralelamente a estos, hay jóvenes educados y formados, cuyos padres han invertido mucho tiempo, esfuerzo
y sacrificio en ellos. Son capaces de comprometerse y salir adelante, creando relaciones de confianza estables, elemento indispensable para el crecimiento de cualquier mercado, economía o sociedad. Para ellos, la crisis nunca será una tragedia, porque saldrán fortalecidos siempre de cualquier situación difícil. En un momento de menor demanda laboral, las empresas pueden elegir mejor. En tiempos inciertos, precisan de personas muy preparadas ya no sólo técnicamente, sino en sus capacidades humanas. Hoy se requiere adaptabilidad, proactividad, capacidad de relación y de aprendizaje. El inútil laboral no tiene ninguna de estas competencias, porque nunca las ha desarrollado.
¿Cómo vamos a deshacer los entuertos que hemos creado?
Articulo de Nuria Chinchilla 08/08/2009 La Vanguardia